Chamacuero, Gto.
(También llamado Comonfort, Gto.)
Aunque he podido constatar que a la mayoría de los participantes de la fiesta (y hablamos de varios cientos) los mueve una devoción profunda, es muy difícil generalizar sobre lo que esta Fiesta significa para cada uno de ellos. Más aún, siendo una celebración tan arraigada en la población tampoco es fácil entender qué representa La Fiesta para los que no somos protagonistas, aunque sí gozosos espectadores. En el mismo sentido comento que hace unos veinte años que tomo fotografías de La Fiesta, ello me representa, generalmente, una doble satisfacción, pero para que esta afirmación cobre sentido le platico mi propia historia, porque sé que puede ser  similar a la de muchos coterráneos:  Como muchos chamacuerenses, asistía a la Fiesta desde niño, me maravillaba con la enorme cantidad de puestos ambulantes y sus  mercancías que, para los alcances y las comunicaciones de los años setenta, representaban una novedad. Los juegos mecánicos eran otro atractivo que sólo en esos días estaba presente, exhibiendo la exuberancia de su rueda de la fortuna y el estruendo acompasado de sus otras  atracciones. Entremezclados en mágica armonía el Tiro al Blanco y los juegos en que unas canicas enormes se proyectan  por un tablero de madera.  Pero al final de todo aquello, más fascinante para mis ojos infantiles, estaba el atrio del templo y en aquellas terrazas escalonadas, donde nos llevaba a jugar mi padre algunos jueves,  había cientos de personas y decenas de danzantes que en una mágica armonía interpretaban diferentes géneros de Danzas: Danzas prehispánicas, de apaches, de apaches y franceses, de sonaja para puros caballeros , las Rosas hermosas en lo más alto y los niños  grandes y pequeños bailando al son de célebres pasodobles. Sobra decir que aquellas melodías y aquellos atuendos se troquelaron entre mis más añejos  recuerdos. 

Pero cuando rondaba los once años, mi madre, quien nos llevaba año con año, notó algún desinterés y, queriendo ser práctica, nos dijo que al año siguiente ya no nos llevaría. Quizá porque es uno niño, y no analiza demasiado las cosas, no le dimos importancia a la medida, el caso es que, sin que representara una pena ni un alivio, dejamos de ir a La Fiesta. Unos quince años después, justo en el año en que mi madre falleció, sentí el impulso de acudir a La Fiesta, a la fecha no sé explicarme el por qué, aunque suelo decir que cuando uno pierde algo muy valioso, lo busca por todas partes, aunque la búsqueda parezca no tener sentido.   Recorrer el camino de los puestos me permitió conocer que las mercancías a la venta eran distintas, aunque el espíritu de los comerciantes era el mismo, del mismo modo los juegos mecánicos eran otros pero no por ello dejaban de  acicatear la nostalgia, casi tanto como el Tiro al Blanco.

Entramos al atrio alrededor de las seis de la tarde, nos sentamos en esas bancas inclinadas de lo más alto de la rampa y, como si me hubiera estado esperando, comenzó a sonar el aire marcial de la banda de guerra que siempre augura que algo solemne se aproxima, un poco atrás venían un grupo de clérigos y uno de ellos sostenía entre sus manos la pequeña imagen de Nuestra Señora de los Remedios, avanzando por entre el júbilo de todos los presentes; casi al mismo instante en que las campanas repicaban, dos muchachas dejaron caer una lluvia de papelitos azul y blanco desde la torre, conformando un ensamble de imágenes, sonidos y sensaciones llevados al extremo cuando la imagen pasó frente a mis ojos asombrados y mi alborozada emoción. Unos quince minutos después y mientras me reponía de la hermosa escena que, sin haberlo imaginado ni planeado, presencié, las terrazas se llenaron de danzantes y las melodías troqueladas en mi memoria infantil se desenvolvieron, una por una, llevadas ahora por otros danzantes y otros músicos, pero siendo, de algún modo, las mismas danzas que conocí de niño.  Ese día permanecí mucho rato en el atrio, mirando desde mis ojos de niño todo aquello y mirándolo a la vez con unos ojos renovados.  Regresé a mi casa con un gozo profundo y discreto, seguro de haber redescubierto  un olvidado tesoro en el momento en que más lo necesitaba. 























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